martes, 25 de junio de 2013

Luvia de ideas sucesivas y con un mínimo de coherencia.

La tarde de verano se avecinaba:

Yo estaba en el sofá mirando la tele, intentando encontrar libertad en un ataúd enterrado. Miré el reloj. Dejé de hacerlo. No me importaba la hora.
Aquella mañana me desperté con muy mal pié, la noche había pasado factura y yo estaba sufriendo la recompensa de la mala vida.
La mañana fue tan calurosa que no salí de casa. No soporto el calor.
Y la tarde se asomaba semejante.

Reparé en el programa que habían iniciado hacía media hora, el cual no había dado importancia.

Entonces lo comprendí todo. Mi vida iba a dar un vuelco de ciento ochenta grados. Debía volver a replantear mi verano y, por lo tanto, las fiestas.
Adiós a mi vicio, adiós a lo único que me mantenía viva.

Una ola de calor procedente del Sáhara contaminada por un alto porcentaje de CO2 iba a quedarse de vacaciones dos meses y medio en toda la península ibérica y el sur de Francia. Las previsiones eran de treinta grados mínimos de temperatura.

De nuevo,  mi mente volvió al sentido y mi crisis existencial no hacía más que aumentar mi nivel de ansiedad. La hiperventilación estaba asomando.

No me quedaba otro remedio:

Debía comprar toneladas de hielo, grandes y enormes suministros. Y permanecer en veranación todo lo que quedaba de verano.