martes, 11 de junio de 2013

Carta para nadie de desamor.

Me prometí a mí mismo no hablar nunca de ella pero, por lo visto, no podré cumplir mi propia promesa. Conclusión: No prometas nada cuando tengas el corazón esparcido a la altura de los pies.

Ya debe haber cambiado mucho pero recuerdo su pelo castaño, liso, por los hombros... sus grandes ojos negros y esa sonrisa de sus labios.

Recuerdo grandes conversaciones con ella. Tal vez fuesen estúpidas y carecían de sentido pero sus palabras me tocaban eso que nos hace sentir. Y yo sentía mucho con ella.
Cuando callaba y miraba hacia el horizonte siempre rondaba algo en su cabeza. Yo en silencio la miraba y sólo deseaba que estuviese pensando en mí, en lo mucho que me quería.

Qué ingenuo.

También, cómo olvidarlo, recuerdo y recordaré sus complicaciones. Parecía que su cerebro estaba formado por una cantidad infinita de hilos, puestos paralelamente para evitar conflictos. El problema era que nunca estaban paralelos, siempre había algo estorbando porque ella misma no era capaz de mantener su orden. Se le notaba en los ojos, yo lo notaba, y los dos sufríamos.

Tenía los ojos tan grandes que se la podía ver por dentro. Ella decía que sólo lo lograba yo. Entonces imaginaba que ella también podía hacerlo y siempre estaría conmigo. Porque nos queríamos.

Una tarde de otoño quedó conmigo para despedirse de mi corazón. Salió de él y a mí se me partió en dos.

Mis tardes de otoño fueron un infierno. Pero llegó el invierno y la primavera y el verano y de nuevo volvió el otoño.

Las hojas volvían a yacer en el suelo, como aquél día de la despedida.
Para entonces mi corazón ya se había recuperado.

Aún así ya no era mi corazón. Era mi corazón reconstruido.