Yo tenía un jarrón blanco de porcelana encima de mi mesita de noche. No era un simple jarrón, tenía una amapola. Mi amapola en mi jarrón de porcelana: lo más importante. Si Zaratustra era el álter ego de Nietzsche, eso era el mío.
Una noche me despedí del jarrón y su amapola añadiendo un poco de agua y al día siguiente la amapola apareció con un pétalo de menos y la mesita con un pétalo de más. Y así durante cuatro días hasta que la amapola se quedó sin pétalos.
Me sentía despreciable cada mañana cuando me levantaba. Mi jarrón ya no servía de nada y lo tiré contra el suelo llena de rabia. Esparcido por el suelo en mil trocitos caí de rodillas, derrotada, agotada, desarmada... Miré mis manos y se llenaron del agua salada que procedía de mis ojos. No comprendía nada, en mi cabeza sólo rondaba una pregunta mientras miraba el suelo lleno de trocitos de porcelana: ¿Por qué yo?
Y es que yo era ese jarrón: Rota en el suelo, sin nadie que me pudiera construir. No era más que algo frágil y sencillo que aportaba un poco a la vida para que al final la vida desapareciera sin más.