martes, 15 de julio de 2014

El jarrón de la amapola.

Había un jarrón blanco de porcelana encima de la mesita de noche. Leí un libro, hace un par de meses que contaba, en una de sus maravillosas páginas, que la gente tiene en la mesita de noche lo que más quiere o lo que más usa, puesto que es lo que tiene más a mano antes de irse a dormir y al despertarse.
Yo tenía un jarrón blanco de porcelana encima de mi mesita de noche. No era un simple jarrón, tenía una amapola. Mi amapola en mi jarrón de porcelana: lo más importante. Si Zaratustra era el álter ego de Nietzsche, eso era el mío.

Una noche me despedí del jarrón y su amapola añadiendo un poco de agua y al día siguiente la amapola apareció con un pétalo de menos y la mesita con un pétalo de más. Y así durante cuatro días hasta que la amapola se quedó sin pétalos.
Me sentía despreciable cada mañana cuando me levantaba. Mi jarrón ya no servía de nada y lo tiré contra el suelo llena de rabia. Esparcido por el suelo en mil trocitos caí de rodillas, derrotada, agotada, desarmada... Miré mis manos y se llenaron del agua salada que procedía de mis ojos. No comprendía nada, en mi cabeza sólo rondaba una pregunta mientras miraba el suelo lleno de trocitos de porcelana: ¿Por qué yo?

Y es que yo era ese jarrón: Rota en el suelo, sin nadie que me pudiera construir. No era más que algo frágil y sencillo que aportaba un poco a la vida para que al final la vida desapareciera sin más.