martes, 15 de octubre de 2013

Restos.

Me retumbaban en la cabeza las palabras de Nietzsche "El ser humano es capaz de soportar cualquier cómo si tiene un porqué". Entraba en el vagón y las palabras no hacían más que pulular entre pensamientos.

Ahí dentro, mi sensación era de pasividad total con el entorno. Esto no me sucedía antes... 
Básicamente, era una mezcla de lugares. Eso era un circomnio. Payasos, malabaristas, personas deshumanizadas... podías encontrarte cualquier persona surgida de la más remota imaginación que te quedara.
Yo variaba mis actos socialmente pasivos, escuchaba música, leía o dormía sin reparo alguno. Realmente, las inexistentes relaciones en los vagones me permitían indagar en mi persona interior y encontrar las respuestas que yo tanto ansiaba responder.
Por eso, las palabras de Nietzsche a la vuelta de la Universidad no paraban de pronunciarse.

Me fascinó la densidad del contenido comparado con la facilidad de la expresión. La sensación que me produjo fue parecida a la que me provocan las miradas de las personas de los vagones.

Podían tacharme de cotilla. Puede ser que esa sea la respuesta que se encuentre al final de mi psicoanálisis.
Yo prefería disfrutar de esa facultad que me fue otorgada y observar a las personas. Algunos miraban al frente, perdidos entre sus pensamientos y yo jugaba morbosamente a adivinar aquello que se escondía en su cabeza. A veces descubría que estaban felices porque soltaban sonrisillas inocentes, o, por ejemplo, cuando echaban de menos a alguien y se llevaban la mano a la cara para mantener sus comisuras en alto. Incluso llegué a imaginarme la noche anterior de aquel señor mayor, escuchando un vinilo antiguo y fumándose un puro mirando a la luna, echando de menos a su mujer, aquella a la que tanto quiso cada día para demostrárselo cada noche.
Al fin y al cabo no hay que disponer de mucha imaginación para comprenderles.
Yo seguía observando, creando mis propias hipótesis, y así pasaban los minutos. Todo parecía más ameno. Tal vez fuese mi ignorancia o mis pocas ganas de poner en marcha más elementos cognitivos, pero nada era tan ameno como a mí me parecía. Podía deducir que era un mecanismo de defensa que había creado mi inestabilidad para eliminar el "in-". 

Todo era muy complicado, todo ocurría muy rápido, tenía que calcular y prever. Para colmo, las sensaciones eran poco intensas y nunca estaba convencida cien por cien de que las situaciones habían ocurrido ese mismo día. El tiempo se me echaba encima, las distancias aparecían cada vez más distantes y el aire no era como antes. Antes... ¿Cuántas veces iba a ser capaz de repetirme esa palabra? ¿A qué esperaba para transformar ese antes en un ahora?

Pero Nietzsche me acompañaba aquel día de camino a casa, yo le daba vueltas e intentaba encontrar mi porqué y los cómo por los que yo estaba pasando.
¿Tenía algún sentido vivir todo eso que nunca me había sucedido? ¿Mi porqué estaba definido?

En pocos segundos mi cabeza se llenó de preguntas que tenía que acabar contestando tarde o temprano. Mi psicología no me permitía el lujo de dejar preguntas por contestar.
La ansiedad se hacía presente y yo, manteniéndome firme ante ella, luchaba para que su presencia no condicionase mis actividades.
Como siempre, yo ganaba. Ponía en marcha cualquier mecanismo de aislamiento social en el vagón de las mil y más caras y poco a poco encontraba las respuestas.

Nietzsche se llevó la palma ese día de regreso a casa. Mis conclusiones fueron definidas y plasmadas en mi cuaderno.
Aquellos lugares me ofrecían oportunidades: De conocer, de indagar, de recordar y de comprender. 

Ahora, cada vez que entro en un vagón farfulleando de las condiciones y condicionados del vagón, recuerdo que, a duras penas, aguantaré cualquier cómo para llegar a mi porqué.